La Felicidad de un Libro

Quizá este dato sorprenda, pero he sido, en cierto momento de mi vida, un ávido lector. He leído hasta que se me juntaban las líneas entre sí, hasta que los ojos me jugaban malas pasadas. Cada palabra era a la vez candado y llave, dejándose abrir por la previa y desbloqueando la siguiente. El ejercicio de leer me traía gran placer y felicidad, y organizaba mi vida alrededor de poder leer algunas líneas más, como un mendigo que cuenta céntimos para un café. Era, sin duda, mi actividad preferida.

No hablo de libros, sino de artículos. Allá por 2018 y 2019 pasé unos meses muy felices en los que me dedicaba a leer artículos sobre las elecciones que en ese momento transcurrían, primero los midterms estadounidenses y más tarde las generales y autonómicas españolas, y esto me producía una gran satisfacción. En parte, consideraba que esos artículos contenían una gran cantidad de conocimiento y sabiduría, mientras fuese capaz de separar los buenos de los malos, claro. Pero los libros funcionan de esta misma manera: dentro de ellos podemos encontrar fuentes de intelecto aún vivas, por muertos que estén sus autores. Así que, para alguien que disfruta aprendiendo (como yo), ¿por qué no leo más libros? ¿Por qué me parecen tan tolerables los artículos pero tan insoportables los libros?

Esa es una pregunta que lleva varios años rondándome la cabeza. Quizá, pensé, se trata de que los libros presentan un reto mucho mayor, ya que para formar un libro hay que multiplicar muchas veces el número de palabras de un artículo cualquiera de un periódico, incluso uno de los particularmente largos. Considerando mi falta de atención a largo plazo, creo que eso es algo a tener en cuenta. Sin embargo, era incapaz de evitar que mis pensamientos acabasen siempre en el mismo sitio, como los caminos que llevan a Roma: los libros tienen, en nuestra sociedad, asignado un elitismo y pedantería con la que cuentan pocos medios de comunicación. Cuando pensamos en un aficionado a los videojuegos, por ejemplo, los tópicas no ensalzan su imagen: están asociados con una persona de vida poco activa y de poco provecho. A lo mejor se acerca a los treinta años y vive en el sótano de sus padres, o es un preadolescente dedicado a gritar insultos raciales a través de un micrófono de poca calidad. Ninguno de estos atributos es positivo, por supuesto, pero lo interesante es que la imagen del lector empedernido consigue ser opuesta y, a su vez, mantener el aura de negatividad.

La imagen del lector es la del hombre con la mirada vaga pero atenta, sentada frente a una chimenea activa y de un lento pero confiado hablar, atento siempre a las palabras de los demás para encontrar cualquier falta posible, con la seguridad, a menudo falsa, de que él nunca sería capaz de cometer esos mismos errores. Caballeros del saber y de la vida plena, le declaran una cruzada a las formas didácticas distintas a la lectura, considerándolas menos efectivas, menos eficientes o simplemente menos dignas que un buen libro. Es la idea colectiva del esnobismo y el arribismo.

Nada de esto es cierto, por supuesto. La amplia mayoría de los lectores son personas perfectamente razonables y sanas, de la misma manera que la mayoría de los videojugadores no son ninis ni racistas sin remedio. Pero esta imagen persiste, en parte porque es beneficiosa para la industria. Que el acto de leer un libro cree una sensación de superioridad en algunas personas no es coincidencia: crear un nicho convencido de su plusvalía por el mero hecho de ser lectores es un negocio muy lucrativo para muchos. Pero como dice el dicho, esto es pan para hoy y hambre para mañana. Aunque, hasta cierto punto, este nicho se perpetúa, por lo general se reduce cada día, mismo día en el que el grupo mayoritario de la población se ve aún más alienado por esta afición.

Para mí, una cosa está clara: si al lector de este breve artículo le interesa que la acción que está realizando ahora mismo se produzca menos para pasar a la lectura de libros, buscará cambiar lo que significa leer: no es una práctica espiritual ni la cúspide del arte que puede producir el ser humano, sino un medio de comunicación capaz de convivir con otros y del que se puede aprender a una velocidad de vértigo. Porque quizá es hora de mostrar al máximo número de gente lo que es la felicidad de un libro.

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