Meses Menguantes

Esos posts, vídeos y artículos prometiendo trucos y secretos para perder peso rápido y fácil: posiblemente el género más odioso de contenido online, en muchos casos aprovechando una inseguridad tan profunda para vender un cursillo de mierda o un libro posavasos. Hace falta valor para aprovecharse descaradamente del miedo de un grupo de personas: de su miedo al fracaso, miedo al rechazo, miedo al dolor, miedo a la enfermedad, miedo a la muerte. Conozco estas ansiedades porque me han acompañado toda la vida: fui un niño gordo antes de ser un adolescente gordo, y eso antes de ser un adulto gordo. Lo he sido hasta hace poco: a inicios de 2024 llegué a pesar 135 kilogramos, pero hoy, 18 meses después, peso solo 90.

Espero que haya quedado claro que no voy a dar pautas a nadie. Una de las cosas más lesivas de las discusiones públicas sobre la obesidad es concebir de la pérdida de peso como una tarea a completar: si usted sigue cuidadosamente estos pasos, conseguirá el cuerpo que siempre ha querido. La cuestión es que una tarea tiene un principio y un final, mientras que un cambio físico requiere una alteración permanente en el estilo de vida, pero estos consejos perduran no solo porque respondan a la (muy humana) resistencia al cambio, sino también porque nos permiten evitar la disonancia cognitiva: si perder peso es un proceso discreto basado en un enfrentamiento de la virtud y el vicio, significa que soy gordo porque he pecado, y ahora debo expiar mis errores para recibir un trato igual. Me merezco el maltrato que sufro, pero la liberación puede llegar tras el luto. Es una mentalidad especialmente dañina porque su prescripción está condenada al fracaso: ni siquiera una disciplina de hierro puede superar el hándicap que supone la temporalidad. Estos intentos de dieta fracasan, normalmente con unas víctimas cada vez más frustradas e infelices, personas que detestan su vida y que se han convencido de que sus problemas emanan de un carácter inmutable. Es una espiral de miseria que no deseo a nadie.

Incluso el proceso exitoso por el que estoy pasando yo ha estado plagado de miedos e inseguridades: ¿es una corta racha de lecturas extrañas de la báscula, o he llegado a la meseta? ¿Me estoy dejando llevar demasiado o, por contra, estoy siendo demasiado duro conmigo mismo? ¿Esa cena con los amigos demostrará haber sido un paso demasiado lejos? Aún no me he encontrado con ninguna de estas preguntas que se haya resuelto de forma desfavorable para mí, pero el miedo perdura y, aunque no sea intuitivo, se fortalece con cada victoria. Cada día positivo acaba con más progreso que perder. Cada vez que demuestro que soy capaz de seguir adelante significa que una hipotética decepción final sería mayor. Es el miedo al fracaso, al rechazo, al dolor. Es el mismo miedo que asumí que se quedaría atrás, con los kilos. Con el peso se fue el estigma, pero no se fue el dolor. Ahora me parece evidente que sería así, pero me sorprendió mucho que el dolor se quedase, sobre todo la clase particular de dolor que no huyó: el residual, pero acumulado.

Cuando eres gordo, a veces te pasan cosas materiales, reales, que te duelen: quedarte atrás andando en grupo, una actividad de la que se te excluye por tu físico, una mirada de alguien que no te respeta. Estas cosas duelen en el momento, pero la peor parte desaparece rápidamente; al fin y al cabo, es algo que te ha pasado por ser gordo. La causa y el efecto son indiscutibles, y acabas por internalizar la clase de situaciones en las que tu físico puede hacerte daño y automatizas tus mecanismos de defensa. Si algún día dejas de ser gordo, los problemas en sí se esfuman, pero tus automatismos se mantienen, como un jugador de fútbol que comete errores garrafales por jugar fuera de posición. Eres perfectamente consciente de que no tiene sentido tenerle miedo a esa caminata o a la noche de fiesta, pero las décadas de comportamientos aprendidos te fallan, y te hacen fallar.

Con todo, creo que lo peor de todo es el momento de la vida en el que desarrollé estas neurosis. No pretendo hacerme la víctima absoluta y, en efecto, he sido tremendamente afortunado en muchas cosas, pero es cierto que (salvo los meses más recientes de mi vida) he vivido siempre en un barullo emocional relacionado con mi físico. El acoso escolar consiguió hundirme a una edad temprana y el hostigamiento constante por parte de familiares y médicos, con sus consiguientes intentos fallidos de hacer dieta, acabó por convencerme de que yo no sería capaz jamás de cambiar de imagen. Aunque sería muy fácil acabar este artículo con una poesía épica sobre el Ave Fénix que resurge de las cenizas, confieso que, en lo más profundo de mi corazón, no me siento reivindicado. Hay un ganador, sí, pero también un perdedor: el Ale de hoy ha prevalecido sobre el Ale niño, el adolescente impotente que no contemplaba un futuro como el presente en el que vivo hoy.

Ante una victoria tan total, también confieso que siento el impulso de matarle. No, no quiero matarle; quiero aplastarle, triturarle, tomarme sus chillidos como venganza por todo el dolor que he heredado de él y que me seguirá persiguiendo durante años. No existe el lenguaje florido: me duele acordarme de su vida, me duelen sus reacciones de impotencia, me duelen hasta los momentos bonitos y no quiero ver ni su sonrisa de gilipollas. Todo esto es culpa suya, ¿por qué me iba a compadecer?

Pero, aunque me cueste un poco admitirlo, todavía podemos hablar de ese Ale en presente simple. Por mucho odio que albergue por él, no le puedo odiar más que sus circunstancias, ni que a la gente con la que tuvo el infortunio de encontrarse. El impulso de acabar con él es real, pero el de perdonar también, y creo queéste segundo es más fuerte. No sé si llegaré a perdonarle, pero creo que le voy a indultar. Ese Ale sigue siendo bueno en muchas cosas: es inteligente y confiado en el trabajo creativo, además de buen amigo. No es mala persona. De acabar con él, estaría condenándole por lo mismo por lo que le condenaron todos los que le hicieron daño. No acierta quien se equivoca dos veces.

Si no le muestro yo la amabilidad, ¿quién se la enseñará?

Si le mato, ¿quién, realmente, morirá de los dos?

Deja un comentario