Esos posts, vídeos y artículos prometiendo trucos y secretos para perder peso rápido y fácil: posiblemente el género más odioso de contenido online, en muchos casos aprovechando una inseguridad tan profunda para vender un cursillo de mierda o un libro posavasos. Hace falta valor para aprovecharse descaradamente del miedo de un grupo de personas: de su miedo al fracaso, miedo al rechazo, miedo al dolor, miedo a la enfermedad, miedo a la muerte. Conozco estas ansiedades porque me han acompañado toda la vida: fui un niño gordo antes de ser un adolescente gordo, y eso antes de ser un adulto gordo. Lo he sido hasta hace poco: a inicios de 2024 llegué a pesar 135 kilogramos, pero hoy, 18 meses después, peso solo 90.
Espero que haya quedado claro que no voy a dar pautas a nadie. Una de las cosas más lesivas de las discusiones públicas sobre la obesidad es concebir de la pérdida de peso como una tarea a completar: si usted sigue cuidadosamente estos pasos, conseguirá el cuerpo que siempre ha querido. La cuestión es que una tarea tiene un principio y un final, mientras que un cambio físico requiere una alteración permanente en el estilo de vida, pero estos consejos perduran no solo porque respondan a la (muy humana) resistencia al cambio, sino también porque nos permiten evitar la disonancia cognitiva: si perder peso es un proceso discreto basado en un enfrentamiento de la virtud y el vicio, significa que soy gordo porque he pecado, y ahora debo expiar mis errores para recibir un trato igual. Me merezco el maltrato que sufro, pero la liberación puede llegar tras el luto. Es una mentalidad especialmente dañina porque su prescripción está condenada al fracaso: ni siquiera una disciplina de hierro puede superar el hándicap que supone la temporalidad. Estos intentos de dieta fracasan, normalmente con unas víctimas cada vez más frustradas e infelices, personas que detestan su vida y que se han convencido de que sus problemas emanan de un carácter inmutable. Es una espiral de miseria que no deseo a nadie.
Incluso el proceso exitoso por el que estoy pasando yo ha estado plagado de miedos e inseguridades: ¿es una corta racha de lecturas extrañas de la báscula, o he llegado a la meseta? ¿Me estoy dejando llevar demasiado o, por contra, estoy siendo demasiado duro conmigo mismo? ¿Esa cena con los amigos demostrará haber sido un paso demasiado lejos? Aún no me he encontrado con ninguna de estas preguntas que se haya resuelto de forma desfavorable para mí, pero el miedo perdura y, aunque no sea intuitivo, se fortalece con cada victoria. Cada día positivo acaba con más progreso que perder. Cada vez que demuestro que soy capaz de seguir adelante significa que una hipotética decepción final sería mayor. Es el miedo al fracaso, al rechazo, al dolor. Es el mismo miedo que asumí que se quedaría atrás, con los kilos. Con el peso se fue el estigma, pero no se fue el dolor. Ahora me parece evidente que sería así, pero me sorprendió mucho que el dolor se quedase, sobre todo la clase particular de dolor que no huyó: el residual, pero acumulado.
Cuando eres gordo, a veces te pasan cosas materiales, reales, que te duelen: quedarte atrás andando en grupo, una actividad de la que se te excluye por tu físico, una mirada de alguien que no te respeta. Estas cosas duelen en el momento, pero la peor parte desaparece rápidamente; al fin y al cabo, es algo que te ha pasado por ser gordo. La causa y el efecto son indiscutibles, y acabas por internalizar la clase de situaciones en las que tu físico puede hacerte daño y automatizas tus mecanismos de defensa. Si algún día dejas de ser gordo, los problemas en sí se esfuman, pero tus automatismos se mantienen, como un jugador de fútbol que comete errores garrafales por jugar fuera de posición. Eres perfectamente consciente de que no tiene sentido tenerle miedo a esa caminata o a la noche de fiesta, pero las décadas de comportamientos aprendidos te fallan, y te hacen fallar.
Con todo, creo que lo peor de todo es el momento de la vida en el que desarrollé estas neurosis. No pretendo hacerme la víctima absoluta y, en efecto, he sido tremendamente afortunado en muchas cosas, pero es cierto que (salvo los meses más recientes de mi vida) he vivido siempre en un barullo emocional relacionado con mi físico. El acoso escolar consiguió hundirme a una edad temprana y el hostigamiento constante por parte de familiares y médicos, con sus consiguientes intentos fallidos de hacer dieta, acabó por convencerme de que yo no sería capaz jamás de cambiar de imagen. Aunque sería muy fácil acabar este artículo con una poesía épica sobre el Ave Fénix que resurge de las cenizas, confieso que, en lo más profundo de mi corazón, no me siento reivindicado. Hay un ganador, sí, pero también un perdedor: el Ale de hoy ha prevalecido sobre el Ale niño, el adolescente impotente que no contemplaba un futuro como el presente en el que vivo hoy.
Ante una victoria tan total, también confieso que siento el impulso de matarle. No, no quiero matarle; quiero aplastarle, triturarle, tomarme sus chillidos como venganza por todo el dolor que he heredado de él y que me seguirá persiguiendo durante años. No existe el lenguaje florido: me duele acordarme de su vida, me duelen sus reacciones de impotencia, me duelen hasta los momentos bonitos y no quiero ver ni su sonrisa de gilipollas. Todo esto es culpa suya, ¿por qué me iba a compadecer?
Pero, aunque me cueste un poco admitirlo, todavía podemos hablar de ese Ale en presente simple. Por mucho odio que albergue por él, no le puedo odiar más que sus circunstancias, ni que a la gente con la que tuvo el infortunio de encontrarse. El impulso de acabar con él es real, pero el de perdonar también, y creo queéste segundo es más fuerte. No sé si llegaré a perdonarle, pero creo que le voy a indultar. Ese Ale sigue siendo bueno en muchas cosas: es inteligente y confiado en el trabajo creativo, además de buen amigo. No es mala persona. De acabar con él, estaría condenándole por lo mismo por lo que le condenaron todos los que le hicieron daño. No acierta quien se equivoca dos veces.
Si no le muestro yo la amabilidad, ¿quién se la enseñará?
While Todd In The Shadows is someone I have watched and respected for a long time, I admit that I rarely go out of my way to watch his music reviews anymore. I’m not sure why, maybe at some point I just found peace in my own opinions, but my interest in reviews in general has been dwindling, and poor Todd has become a casualty in this imagined conflict. There is, however, an instance I always come back for: his year-end top tens, eventfully detailing his thoughts on the year in popular music, both for good and ill. Since he’s a critic I’ve known for a long time, I understand the way that he thinks, so this is a good opportunity to collect my own thoughts on mainstream music as well.
Today, I woke up to a YouTube notification bearing a Christmas gift for me: Todd had just uploaded his Top Ten Worst Hit Songs of 2024. Excitedly, I prepared myself a quick breakfast (just a coffee and some christmassy sweets, really) and sat down in front of the TV to let the boss lay it on me.
Sometimes you get unlucky with these lists. There’s always the chance that artists you’ve never heard of or songs that didn’t make it across the pond take up many spots on the list, or -god forbid- the number 1 spot. This year, fortune would have it that Todd put a very familiar face at the top of the ladder: none other than Kanye West with his hit song «Carnival» off of his February album «Vultures 1». I’d heard of this song before: I knew it was essentially the only hit in a project that had been widely panned by critics (the most favorable interpretations I can find from professional reviewers seem to be granting Kanye a mulligan on it) and, while I had never heard it in full, I’d listened to snippets before and I had felt like it sounded terrible.
However, there was one aspect I had never actually come into contact with: the music video. To my surprise, it appeared to be football (erm, soccer) themed, showing hooligans clashing with each other and the police over the strange, dark, sampled chanting of the beat. As it turns out, that chanting itself is a recording of Italian football ultras communally yelling the chorus for the song. If you’re not European, you may not be aware, but these guys genuinely tend to be the scum of the Earth, so bringing them to be an integral part of your project is a creative choice and a half, especially coming from someone like Kanye, who has been stewing in his own bigotry for a while now. In the context of all this, his lines comparing himself to R. Kelly, Bill Cosby and Diddy seem less like pure shock value and more like inspired artistic decisions, or so I thought. I still thought the song was probably ass, but now I was intrigued. I wanted to find out for myself.
When I put it on, something about it just clicked for me. The grating chorus and the chanting, the awful mixing, the throwaway guest verses and Kanye’s and Ty’s patent disinterest somehow all cancel each other out and create a song that manages to feel like a sign of the times. There was a certain vibe to this year that, as much as I like it, poptimism can never capture, and Kanye somehow had it in the chamber in February. Was the project really that bad? Or was it just misunderstood?
All of these thoughts raced through my head as I played the song through my headphones early on my nightly walk. I was planning on putting something else after it was done, but I had a bit of a crazy idea: what if I just listened to the rest of «Vultures 1» right now? The album is right there, and my walk should be more than long enough to accomodate it. Plus, if I actually, genuinely enjoyed it, I would be granted one more thing to be a contrarian on, which I adore doing.
So, it was decided: I would work my way through the record to figure out what makes it tick, why Carnival worked for me and why so many people seem to despise it with a passion. The production on the opening track gave me hope that I would see something in this that other people didn’t, but I’m sad to report that «Vultures 1» really is as bad as everyone says it is.
A shocking amount of what goes on in this album is clearly off the dome, or a first draft at most. If it’s not, I genuinely fear for Kanye’s basic cognitive abilities, and I’m only half joking. The sampling is usually so obnoxious that I kind of wonder if it would’ve been better to leave a royalty-free beat on there, and it’s everywhere. It’s like every song needs to have an annoying snippet they pulled out from whocaresville to make the track seem interesting when the lyrics fall completely flat. Oh my God, the lyrics. Kanye can’t seem to decide if he resents having mental health issues, if his issues are a price he’s willing to pay for fame, money and sex, or if he doesn’t actually have any issues at all and it’s all cancel culture’s fault. The only thing he seems to be completely sure of? It’s fucking awesome to be an antisemite. Also, this is the most terminally pornbrained piece of media I have ever consumed. I guess that could be kind of fun in a vacuum, but these guys are in their 40s. It’s genuinely a little sad.
Trust me, I tried liking this thing. I gave it as many goes as I could stomach. The conditions were favorable: I love walking at night, the weather was cozy and my only impression going into the full album was that I liked what both Todd In The Shadows and Anthony Fantano had called the worst song of the year. But the tracklist is a total slump. By the time I entered the back half of the record and reached «Carnival» again, I had already formulated a theory: it hit for me because I didn’t have the crucial context of just how disorganized and unhinged the full album was and, now that I did, I would surely hate it when it came back on, my only remaining emotional link to the project cleanly severed, liberating me from ever caring about the Vultures series ever again.
It came on. I didn’t like it. I loved it. Everything hit in the exact same way again, only way harder. Goddamn it. The song is good. Fuck. I like «Carnival».
Look, I can’t really explain it either. I hesitate to call it «good music», exactly. But there’s something about the zeitgeist this year that is spotlessly imprinted on this track’s soul. I don’t really care if the mixing is bad, or whatever else. Right now, this feels like one of the best songs I have ever listened to. I’m sure my interest in it will wane eventually, but there’s something to be said for a piece of art that manages to do basically everything wrong and is still so thoroughly captivating and enrapturing.
To be clear, Kanye didn’t deftly launch a dart into the bullseye. The rest of the album is so bad that I’d honestly rate it at a 2/10. There’s no way he did it on purpose. I guess sometimes a nazi plays slots 15 times and happens to win a jackpot on the 12th spin. I’m as confused as anyone. My Christmas Carnival has now wrapped up, but I’m still standing there, wondering what just happened.
I am typically pretty private about my suicide attempt, for reasons that can be both obvious and unexpected. There is a lot of what you would imagine: suicide comes with a pretty hefty social stigma (though, thankfully, people are increasingly willing to discuss it) but, more than anything, it is deeply uncomfortable for me to talk about what was probably the worst day of my life, even to people who I fully trust. I realized recently that I have never actually taken the time or energy to artlessly describe my feelings on my attempt and on suicide in general to anyone, and I have certainly never written it down. However, I feel that it’s been long enough now that I feel fine truly going through it and, while posting it publicly may seem unusual, I hope it can serve as a future reference for anyone who wants to read about suicide in detail and, just maybe, help destigmatize it along the way.
On the morning of May 6th, 2021, I attempted to kill myself. I did it through overdosing on Tylenol; I have since forgotten what the exact dose was, but it was enough to make the hospital staff’s eyes go wide. I have done my best to, at least, not actively remember a lot of the details from that day, but unfortunately there is a lot your mind won’t let go of even if you want it to. While I have long forgotten the exact extent of the stomach pain the medication caused me, I remember exactly what throwing up active charcoal feels like. I don’t remember what time I got discharged, exactly (though it didn’t take longer than a day or so), but I do remember how long I slept for and when. I remember the IV drip on my right arm hurting like hell and forcing me into all sorts of uncomfortable positions. But, perhaps tellingly, what I remember the most are the antics of the old man who was directly to my right and who, in what felt like a Benny Hill routine, repeatedly refused to go home in an ambulance and demanded that a family member come pick him up at 4am.
I say tellingly because this is something that gives me lots of cognitive dissonance. Your brain hates you after you unsuccessfully try to kill yourself: your conscious mind is upset at you for ending up with the only option that forces both you and everyone around you to suffer, and your reptilian brain wants you to live to an extent that I genuinely think is impossible to describe with words. In that cloud of infinite negativity, I think it’s only natural that I’d remember something that I genuinely found very amusing and which has gone on to be an anecdote that I tell to this day. The cognitive dissonance probably also helps me remember that I ratted myself out; I didn’t have to be dragged to the hospital, I self-reported after my unconscious mind won the battle ensuing me taking the Tylenol and convinced me that I had to try again. Understandably, this lead to the nurses thinking I did it as a cry for help, because it’s honestly a little hard to believe that one would go through all the trouble of attempting suicide and then not see it through.
I am very lucky I self-reported, though. Had I waited a couple hours to do something, I could very well have ended up dead, or with severe liver damage leaving me with some sort of chronic condition. Even with how the timing worked out, it was not a foregone conclusion that I’d make it out unscathed, or even at all. To hear the nurses tell it, it was a pretty close call. Staring down the barrel of death like that is an experience I don’t wish on anyone. It terrifies you at the most primordial level, so much so that it changed my outlook on life entirely. I now regularly consider myself extremely lucky to be alive, even as I count the three years that have elapsed since as probably the worst in my life yet. I’ve been getting better, but I remain a very depressed, anxious and paralyzed person, and I am nonetheless constantly elated to be on this Earth alongside everyone that I love. Going through my suicide attempt clearly ruled out a possible repeat in the future.
Or did it? I would love to end it there, on such an unequivocally positive note. Indeed, the above accurately describes how I feel almost all of the time. But, as long as we’re being honest, I don’t think the possibility of a future attempt is zero, or even trivial. You see, suicide doesn’t just happen because of the absence of meaning; that is obviously part of it, but I think it also needs its own athletes in this particular game of tug of war. To put it as plainly as I can: throughout the years, I have developed what I can only describe as an aesthetic obsession with suicide. I think about suicide nearly every day, both in the context of myself and others. In what is probably one of my weirder regular thought patterns, I sometimes come up with creative projects that involve my own suicide in some way. It brings me no pleasure to do any of these things, it’s not that I enjoy thinking about suicide, I just can’t help it. I use the word obsession very deliberately.
This is, obviously, not enough to drive me to suicide under good, neutral or even bad circumstances. But when the going gets really tough, true rock bottom, and I feel like my life has entirely lost its purpose, suicide can help me concoct a new meaning, which I find incredibly dangerous. It brings me no pleasure to admit that, while I have never seriously considered it since (I have never made a plan, for instance), I have occasionally put suicide back on the table in the years since my attempt. This will hopefully become less of a risk as my life stabilizes in the following years and I find my footing again, but I think it’s good that I’m cognizant of it regardless. There is very, very little room for error with this stuff. Getting lucky once was enough. I don’t want to need the luck again.
We all have things we’d rather leave behind but that we have no choice but to carry with us, and I guess this one is mine. It doesn’t have to be a dramatic situation, but a faux pas from me could be fatal. It is vital that I (as long with you, if you relate to any of this) stay vigilant of my own impulses and don’t let things progress to a dangerous stage again. Act as if there is no room for error, because there may very well be none.
Hopefully this helped you learn something new about the subject or work through your own thoughts on it. If not, well, at least now you know where I’m coming from.
Cambio de década, cambio de onda. Quizás eso es lo que quiso pensar Joe Biden al ser inaugurado presidente el 20 de Enero de 2021. Quizás quiso pensarlo porque a eso había sido llamado y, mientras se llegase al destino, las formas no tenían por qué importar demasiado. La campaña había resultado endiablada: Biden logró una victoria sobre la bocina al salir Nominao de las primarias con el apoyo del resto de moderados y, abanderado en la promesa de dejar atrás el Trumpismo, había logrado la victoria por un margen mucho más estrecho del esperado. Los rápidos habían devuelto, sin embargo, un escenario parcialmente favorable: control Demócrata del Congreso y el Senado, aunque fuese por la mínima. Mandato y cambio de ciclo.
Tan solo un día antes de que las grandes cadenas proyectasen que Biden había resultado electo, C Tangana estrenaba Tú Me Dejaste De Querer, el segundo single de su nuevo álbum El Madrileño. Tanto éste como el anterior, Demasiadas Mujeres, fueron una declaración de intenciones: Pucho estaba esculpiendo su particular piedra de Rosetta, uniendo su obsesión con las mujeres a las más sutiles sugerencias del cancionero español y juntando en una misma canción sus vocales con autotune y los quiebros del flamenco, todo ello encima de una producción española a la par que moderna. A pesar de haber logrado un gran éxito en el mundo del rap, C Tangana decidió reinventarse, y con resultados sobresalientes.
Hay algo en ese proceso que se le debió escapar al que pronto será expresidente. No fue por ausencia de reinvención: la administración de Biden ha sido partidaria del populismo económico desde el principio, tejiendo relaciones estrechas con los sindicatos y rompiendo con la ortodoxia neoliberal de afrontar las dificultades económicas a través de una austeridad que concentre todavía más riqueza en manos de los que más tienen. La retahíla de éxitos legislativos ha sido increíble, sobre todo teniendo en cuenta lo estrechas que eran las mayorías después de las elecciones de 2020.
Existe, por supuesto, un riesgo implícito en una apuesta tan decidida por un cambio de modelo. Muchos Presidentes han resultado reelectos con la fórmula económica tradicional. Al derrotar a Trump, Biden había hecho escaso hincapié en la que sería su política económica; la campaña orbitó en torno a la figura del entonces Presidente, la pandemia y las tensiones raciales del verano tras el asesinato de George Floyd. Los estadounidenses escogieron a Biden bajo la promesa de dejar atrás a Trump y ser el puente hacia la nueva generación y se encontraron con un Presidente que quiso gobernar como Roosevelt y optar a la reelección. Quizás no deba sorprendernos que Biden siempre fuese impopular.
La recepción a El Madrileño fue positiva desde el principio. Es uno de los álbumes españoles con mayor éxito comercial de la década, y la crítica no se quedó atrás. Fue un hito tan importante que el propio C Tangana decidió retirarse de la música después de su lanzamiento y, aunque alegase que quería dedicarse a otras cosas (como el cine), cabe preguntarse si hubiese demostrado esa misma convicción ante una bienvenida más fría. Es posible que Pucho también hubiese acabado optando a la reelección, tratando de salvar su legado. En su lugar, el puente que quiso dibujar del pasado hacia el futuro resultó ampliamente condecorado.
Para los que se oponen a Trump, hay realidades en las que refugiarse. El Presidente, aunque esté reforzado por el poder judicial, no es el Rey Emperador de la nación, y la estrecha mayoría en el Congreso sumada al puñado de senadores republicanos moderados sugiere que está quedando un país Ingobernable. Es natural sentir que hemos sido Los Tontos, o el impulso de repartir culpas, y no hay ausencia de sospechosos: Biden, Harris, Obama, los medios de comunicación, el partido republicano o la burocracia liberal, mal adaptada al momento populista. Es catártico buscar la única respuesta ante una hecatombe de esta magnitud.
Pero quizás no hay nada que se le escapase a El Scrantoniano. Quizás apostó por lo que muchos (y me incluyo) creímos mejor en 2021 y que acabó por ser Un Veneno electoral. Quizás lo que no funcionó esta vez podría haber funcionado hace diez años, o dentro de diez. O quizás eso es ser demasiado generoso. La única lección importante la imparte Pucho: la historia no tiene leyes. La apuesta madrileña marcó una época, con temas que siguen sonando años después y que han abarcado la legislatura de Biden de forma icónica. La apuesta de Washington fue desastrosa, y lo que debió ser el final de Trump desembocó en su terrible retorno.
El veredicto de los hechos es tajante, pero la historia la deben relatar los historiadores. Nosotros podemos permitirnos observar los motores de la historia sin tratar de entenderlos, sabiendo que, a veces, la caja negra es más que nosotros.
I seize in the middle of the aisle. The bags of cereal sit around me, pointing their round bellies at my still figure, moving ever closer, trapping me in. A sea of plastic closes in on my shadow; then, around my legs, my fingers, my neck, my mouth. My one free eye detects someone approaching from the opposite end. I am powerless to stop her strides. She doesn’t seem to detect me at first, but then she does.
Stops, stares.
Minutes go by.
Hours.
Days?
For the first time, it’s hard to say. Eventually, the spell seems to fall behind me. For a brief moment, it’s like nothing happened at all. This aisle, the plastic, my useless fingers, my taped-up mouth. It’s all I’ve ever known, it must be.
For the first time, I see my friend react. She feels it too. I see it in her eyes. Or maybe she saw it in mine. Maybe she’s scared. Happy for me?
Maybe she feels nothing at all.
For the first time, her hand moves. Slowly, very slowly upwards. Concealing her index nail with her thumb’s flesh, she directs her attention to my forehead and, by the time I dart my eyes, her index finger is assertively pointed forward.
For the first time, I move. The flick sends my flying backwards, slipping off my feet and into the ground, the back of my neck drawing a perfect quarter circumference in space.
For the first time, I don’t stop falling at the cold, sanitary floor. I’m certain my body is there, but most of me keeps going, descending into the hot air below, embracing the putrid smells and the burning surfaces.
For the last time, I stop falling. My spot in this world secured, I gladly peek down to see what I don’t feel: the abdomen that once belonged to me, pierced through by a scorching rock, drawing me deeper below.
Days go by.
Weeks.
Years?
It’s hard to say. The floor wants me and the floor shall have me. The only words that manage to escape my lips are:
I’m sorry.
I’m sorry.
I’m sorry.
I’m sorry.
I’m sorry.
I’m sorry.
I’m sorry.
I’m sorry.
For all eternity, over and over, deeper and deeper, deafer and deafer.
This last November 5th, Americans chose Donald Trump to serve as their 47th President. This happened in a complex environment, where the unexpected twists and the underlying, hidden dynamics of the race were key. Very deep, insightful analyses will be carried out, but under no circumstances will you find any of them on this website.
This is not due to yours truly going through a prolonged bout of depression to do the result (surprisingly, I’m doing alright) or because there is nothing left to say about how it all shook out (there is still low-hanging fruit most people haven’t gotten to, I think). Instead, it’s a purely personal, long-term decision. I’m not going to write about this election or, really, probably any election in the upcoming year, mainly because I do not plan on following them.
To my esteemed readers (so basically just my friends and family), this will surely come as a shock. Maybe it will even seem inconceivable. Electoral politics has been a key part of my interests for the last ten years, which is both half of my life and basically the entirety of the time I’ve been wise at all. But this abdication is the end of a long process, one which has been in motion since way back when. I didn’t see it until now but, in retrospect, it seems obvious that it would happen like this.
Let me explain: my political awakening came at a much earlier age than most. Nowadays, most people get politically educated in late adolescence or early adulthood, but I started my journey at the tender age of 10. The rise of Podemos in Spain changed everything about how I saw political life. What had always seemed like a cold and distant world had suddenly be one much closer, almost universal. I didn’t know it then, but this is what decisively paved the way for me to arrive where I am today.
Truth is, my experience wasn’t that weird. Okay, maybe it was weird among the cohort of 10 year old boys. But, in a wider sense, institutional politics commands a lot more attention today than before the populist revolution of the last decade. In Spain, the canaries in the coal mine were Iglesias and Abascal but, really, basically every country has had a figure like this: Trump in the US, Bolsonaro in Brazil, Milei in Argentina, Le Pen in France, Corbyn in the UK… the list goes on and on. They are united by their desire to motivate and mobilize dissafected voters into political life because, regardless of what their ideologies may be, all of their projects benefit from the electoral support of that group through the same brand of dissafected populism.
I don’t think I need to remind anyone how all of those stories end. In every case, the arrival of this brand of populism has meant a credible threat to democracy and, in the worst cases, its effective erosion. Contrary to what I would have argued half a decade ago, the universalization of institutional politics hasn’t bettered the public’s political education; it has brought the level of political discourse lower than most of us have ever seen it, into the depths of cynical, sociopathic mud-slinging. Politics not as a way to mediate conflicts in society, but as a huge football match, a sort of pretend war. The very systems designed to minimize polarization and creeping tensions have been turned on their heads to incentivized them.
This political ubiquity is killing us, both as a society and as individuals. Political junkies have always existed, but they (we) used to be regarded as miserable moral zealots. Of course, no one says this anymore, because we’re all political junkies now. No one is allowed to not have an opinion on the President. Likewise, no one is allowed not to have an opinion on their political opposition, something to paint them all, millions of people, with the same broad brush, a prejudice based on ideology when, in reality, ideology is only about framing the same world that we all live in.
That is why I say this without a hint of irony: we need to get fewer people to vote. Way fewer. We must channel that negative energy into other, less destructive pretend wars (like sports). Politics eats us from the inside because we know it’s important, but a lot of people don’t have the ability to take it seriously or as anything more than a tribal war. The inclusion of this group into the electorate is a persistent, dangerous obstacle on the path to a better tomorrow.
When it comes to me, well, I think I should practice what I preach. I’ve spent the last decade of my life prioritizing electoral analysis over everything else, even at times where I have felt no motivation to do so. Since I’m good at it, I almost felt like I had to do it, and I think I’ve come to understand it for what it’s been for years: a cycle of avoidance and self-harm. I have reached the age of 21 with a very reduced friend circle and an ever-decreasing number of deep, meaningful connections with others, and I have used this hobby as a way to escape from all that, and as en excuse. I don’t like talking about it privately or publicly, but (insofar as they’re different things at all) I’m certain I have Social Anxiety Disorder and Avoidant Personality Disorder, and this interest of mine has been key in neither of them ever getting better because of how easy it has made it to cocoon. Now, I must leave all of this behind. My attempts to corner happiness where I wanted it have, unsurprisingly, failed. I’m leaving to look for it, wherever it may be.
To those of you staying in the world of constant analysis, I wish you all the best. I know it’s a really tough hobby, the time and energy investments make it so that it’s basically like having a job but, if you’re passionate about it, it’s so hard to give it up. I’ll just say that I hope you hug all of the people who love you long and often. Go on walks, listen to albums. Presidents come and go, but only your life is fully yours. Cherish it. Look after it. It will end for all of us one day.
El pasado 5 de Noviembre de 2024, los ciudadanos de Estados Unidos escogieron a Donald Trump para que sirviese como su cuatrigésimo-séptimo Presidente. Ello sucedió en un entorno complejo, marcado por giros inesperados y dinámicas subyacentes ocultas, todo ello muy interesante. Se llevarán a cabo ricos y profundos análisis al respecto, otros serán más frívolos, pero adelanto que ninguno de ellos tomará lugar en esta página web, bajo ningún concepto.
Ello no se debe a que el autor esté sufriendo un prolongado episodio depresivo por el resultado electoral (me encuentro sorprendentemente bien) ni a que crea que no tiene nada nuevo que contar (hay cosas que muchos analistas están obviando), sino que es una decisión puramente personal y de mirada larga. No voy a escribir sobre las elecciones, ni estas ni, probablemente, ningunas de este año que viene, principalmente porque no pienso seguirlas.
Para los exclusivos lectores de esta página web, es decir, mi amigos y mi familia, estoy seguro de que esto resultará extraño, quizás incluso inconcebible. La política electoral ha formado parte de mis intereses durante, al menos, una década, lo que viene siendo la mitad de mi vida y la esencial totalidad de mi existencia juiciosa. Pero la abdicación es el final de un proceso que lleva bastante tiempo en marcha. No lo había visto antes, pero ahora me resulta evidente.
Me explico: mi amanecer político toma lugar a una edad mucho más temprana que la mayoría. Hoy en día, lo usual es verse en el grueso de la educación política hacia el final de la adolescencia o el principio de la edad adulta, pero yo comencé mi periplo a la tierna edad de diez años, casi once. La entrada de Podemos en España sacudió mi mundo y transformó mi forma de entender la vida política. Aquello pasó de ser algo frío y distante a ser una cosa mucho más personal, casi universal. Yo no lo sabía entonces, pero esa fue la primera piedra en el camino que me ha traído hasta las conclusiones de hoy.
Lo cierto es que mi experiencia no es tan particular. Bueno, quizá sí lo fue entre la cohorte de los chicos de diez años. Pero, hablando en términos generales, hoy presta atención a la política institucional un número de personas mucho mayor que antes de la revolución populista de la década pasada. En España los adalides fueron Iglesias y Abascal, pero casi todos los países han tenido una figura similar: Trump en EEUU, Bolsonaro en Brasil, Milei en Argentina, Le Pen en Francia, Corbyn en RU… Es una lista interminable. Les une su meta común de aumentar la participación política de los sectores desafectados, independientemente de la ideología de cada uno, porque su marca política se beneficia de la misma desafección populista.
Creo que no hace falta que cuente cómo acaba cada una de esas historias. En todos los casos, la llegada de este nuevo populismo desafectado ha causado una amenaza a la democracia o, efectivamente y en el peor de los casos, su erosión. Al contrario de lo que yo mismo hubiese argumentado hace media década, la universalización de la política institucional no ha mejorado la educación política de las masas, sino que ha bajado su nivel discursivo al barro más repulsivo del cinismo y la sociopatía. La política no como forma de mediar conflictos en la sociedad, sino como un partido de fútbol, la guerra por otros medios. Los incentivos favorecen la polarización y las crepitantes tensiones en el sistema diseñado para minimizarlas.
Esta ubicuidad política nos está matando, como sociedad y como individuos. El sector de los yonquis políticos ha existido siempre, pero solían (solíamos) tener fama de ser una panda de amargados y predicadores de la moral. Ya nadie se atreve a decir eso, claro, porque ahora todos somos yonquis políticos. Nadie es capaz de decir que no tiene una opinión formulada sobre el Presidente del gobierno. De igual manera, tenemos una opinión formulada de cómo es nuestra oposición política, un prejuicio que aplicamos con brocha gorda a millones de individuos simplemente por su ideología, cuando ésta no es más que la forma de enmarcar el mismo mundo en el que vivimos todos.
Es por esto que digo lo siguiente sin pizca de ironía: debe votar menos gente, mucha menos. Debemos tratar de conducir esa desafección por el mundo a otro canal: el fútbol, por ejemplo. Algo que realmente pueda ser la guerra por otros medios. La política nos consume por dentro porque sabemos que es importante, pero no todos somos capaces de tomarla en serio, como algo más que un ritual tribal, y la unión de ese grupo al electorado disminuye significativamente nuestras posibilidades de lograr un futuro mejor.
Por mi parte, creo que debería aplicarme el cuento. He pasado la última década de mi vida anteponiendo el análisis electoral a casi todas mis demás prioridades, incluso en momentos en los que no he sentido ninguna motivación por ello. Lo he hecho casi como una obligación porque sé que se me da bien, y creo que ahora entiendo esto como lo que ha sido desde hace años: un ciclo de evitación y de autolesión. He llegado a los 21 años con un círculo de amigos y conocidos muy reducido, y con cada vez menos relaciones de calado muy profundo, y he utilizado este hobby como una forma de escapar de aquello y como una excusa. No me gusta discutirlo en público ni en privado, pero me parece extremadamente probable que tenga trastorno de ansiedad social y trastorno de personalidad por evitación, y este interés ha sido clave para que ninguno de los dos mejorase por la facilidad que me ha brindado para aislarme. Ahora, todo esto debe quedar atrás. Mis intentos de encerrar a la felicidad donde yo la quería, para sorpresa de nadie, han resultado en vano. Me voy a buscarla allá donde esté.
Para los que os quedáis en el mundo del análisis constante, os deseo lo mejor. Sé que es durísimo como afición, porque consume casi tanto tiempo como un trabajo, pero también es apasionante. Sólo os recomiendo que abracéis a quien os quiere todo lo que podáis. Dad paseos, escuchad álbumes. Los presidentes van y vienen, pero sólo vuestra vida es vuestra del todo. Cultivadla. Queredla. A todos se nos acabará.
“Es evidente que los que estamos aquí somos de izquierdas, se nos nota”. Caras como las de Juan Carlos Monedero, Miguel Urbán, Teresa Rodríguez e Íñigo Errejón flanquean a un joven Pablo Iglesias, inclinado hacia dos micrófonos. El año 2014, al igual que Podemos, acaba de ver la luz.
“Pero lo que estamos diciendo va mucho más allá de etiquetas ideológicas. Estamos diciendo que hay que defender la decencia, la democracia, y los derechos humanos”.
Hace diez años de aquello. Parecen cien.
Pablo Iglesias habla en la presentación de Podemos
Poco tiempo atrás, en plena crisis económica, España se encontró en una situación verdaderamente inusual. Entre dos resonantes victorias electorales del Partido Popular, había nacido un movimiento que se alejaba del modelo bipartidista español y cuestionaba los dogmas neoliberales. Un movimiento cuyo pegamento fundamental, por encima de todo lo demás, era el populismo. En términos económicos, por tanto, una ideología normalmente izquierdista, pero algo más ambigua en lo social. Durante las Elecciones Generales a final de año ya se vislumbraba el principio del fin: IU y UPyD, las dos mayores fuerzas estatales no bipartidistas, ya amasaban más del 11% del voto, una cifra solo comparable con los mejores años de Anguita o el CDS de Adolfo Suárez.
Simple Lógica comenzaba así el informe de su encuesta publicada el 20 de febrero de 2015: “Podemos se mantiene como la formación con mayor respaldo electoral (29,6%)”. La realidad implícita en la oración es, en retrospectiva, aún más increíble: esta era la cuarta encuesta seguida de Simple Lógica en la que Podemos iba a la cabeza. El PSOE había quedado relegado a una distante tercera fuerza, y el PP sufría por mantener el ritmo ante el comodín de la nueva política. Una mayoría de los votantes del PSOE aprobaban a Pablo Iglesias, al igual que un desconcertante 30% de los de UPyD e incluso el 15% de los que hicieron presidente a Rajoy.
Hay un breve momento en la historia de este país en el que Podemos realmente pudo ser algo extraordinario. Hablo de un acontecimiento que solo viene una vez en la vida. Las expectativas de Podemos me recuerdan, en su hermosura, a las que tienen los seguidores de Javier Milei para él (probablemente lo más parecido que hay a un Pablo Iglesias de derechas).
Eran otros tiempos. Como decía Iglesias, el mensaje de Podemos trascendía las etiquetas ideológicas. El elemento clave, el que siempre estaba allí pese a todo, era ese populismo económico característico del momento. Era la fuerza que aseguraba que, cuando un dirigente de la nueva Cosa cometía alguna imprudencia—normal, dada la falta de experiencia—siempre quedaba el as en la manga de la casta, el otro, el poderoso que quiere acabar con nosotros. Lo más dañino del mensaje de Podemos no era su toxicidad, su falta de respeto (sin juicio de valor sobre si sus receptores realmente la merecían) ni su cinismo, sino que, a pesar de todo ello, era muy difícil no asentir. Eran otros tiempos. Tiempos que pedían indignación institucional.
Un movimiento espontáneo como el 15M tiene, desde el primer momento, una espinita clavada en la nuca. Un contador que va girando y girando, hundiéndose en las carnes que habita con el tiempo, hasta que el paciente muere desangrado en la cama. Al igual que una persona real, sus actos en este mundo no desaparecen. Pero solo aguantan a través de los medios persistentes: las historias contadas, las sorpresas, las alegrías y los disgustos. Todo ello almacenado en las memorias informáticas y humanas. La parte más triste, la que nunca sale en las películas, es en la que el narrador vuelve a quedarse huérfano de protagonista. Uno a uno, los pilares que mantuvieron viva la memoria se agrietan, tambalean y, finalmente, caen al suelo convertidos en escombro.
No sé exactamente cuándo sucedió esto último. No sé si fue el desastre andaluz de 2018, en el que la parte más rancia y enquistada de aquel polvoriento 15M encontró su voz. Quizás ya hubiese sucedido tras el fracaso de la estrategia del “sorpasso” en 2016, o a lo mejor fue tan leve y extendido en el tiempo que todos nos lo perdimos. Pero para 2019, la transición se había consumado. Podemos había canalizado la energía de los movimientos sociales y, sin mucha opción, había construido un partido progresista europeo típico. Uno ideológicamente solvente, exitoso y referente para muchos de sus contemporáneos, desde luego. Pero no más que uno de ellos.
El partido ha tratado, sin éxito, de mantener viva la esperanza. Su nuevo eslogan, “La Fuerza que Transforma”, es un ejemplo claro de como las gentes del partido se dedican a patear las cenizas de la coyuntura irrepetible que les catapultó a las portadas de todos los diarios. En caso de que haya otro renacimiento para la izquierda en España, no lo liderará Podemos. Si las encuestas de las próximas elecciones europeas son de fiar, Podemos juguetea con quedarse sin representación en el órgano en el que vio la luz.
La izquierda alternativa vive hoy, en términos estatales, horas bajas. Es esencialmente imposible recuperar, como socio minoritario de una coalición de un gobierno en minoría parlamentaria, el terreno a los socialistas que nos gustaría ver reconquistado. Sánchez es demasiado popular, casi intocable. La estrategia de tierra quemada que sería necesaria para echarle de la presidencia del gobierno solo serviría para aupar a la ultraderecha al poder, la más indeseable de las medallas y una que Díaz, por seguro, no quiere. Lo último que necesita este espacio es repetir su error de aceptar el irredentismo electoral como causa de muerte. Podemos, desde el grupo mixto, jalea por repetir la jugada.
Los que hemos sentido la decepción en nuestras carnes cada vez que la izquierda perdía apoyos durante todo este proceso no nos jactamos del ocaso de Podemos. Esta ha sido la década más larga de nuestras vidas, en la que hemos tenido que ver a un sujeto político con tantísimo potencial cometer una sucesión inacabable de errores estratégicos y una dilución del espacio insoportable. Otros, mientras tanto, están contentos desde sus medios de comunicación y cargos particulares, tratando de revivir a esta empresa familiar con tácticas caducadas hace años y una toxicidad, falta de respeto y cinismo que solo aparenta mala educación en vez de indignación. Está claro que, para algunos, diez años no es nada.
Hace ya varios días que distintos medios, tanto de izquierda, derecha, centro y pa’dentro, publican “trackings” diarios de las elecciones generales para mantener más informada a su audiencia sobre los cambios que acaecen en la campaña. A diferencia de lo que piensan muchos, no se trata de encuestas al uso, sino de una especie de simulación de una encuesta: la muestra es muy parecida de una entrega para otra, así que es más fácil observar los cambios en la intención de voto de los distintos grupos. El contrapunto de esto es que la muestra debe estar bien constituida, porque si cojea de un lado o del otro es como hacer una división mal en el cole: los errores se multiplican con el tiempo.
La finalidad del tracking no es, por tanto, mostrar una foto fija de la realidad del momento en el que se realiza la encuesta, sino la fluidez de la intención de voto a lo largo de la campaña. Un tracking es mucho más valioso para identificar las tendencias porque, a diferencia del resto de encuestas, sí es inmediatamente comparable con el sondeo anterior. Teniendo en cuenta el mimo con el que las encuestadoras crean las muestras para sus seguimientos y que, independientemente de la casa, la campaña es la misma, tendría sentido que las transferencias de voto de los sondeos se correspondiesen unas con otras, al menos en general. Pero lo que hemos observado en este corto tiempo es todo lo contrario; aparte de la remontada del PSOE de hace unas semanas y el ligero repunte del PP tras el cara a cara entre Sánchez y Feijóo, los trackings no han coincidido en absolutamente nada. Incluso esos dos sucesos que parecen universales no lo son tanto: para algunas, la subida de Feijóo es de varios puntos, para otras es de sólo unas décimas.
Podría apuntar a distintas cosas como la causa única y verdadera de esta extraña situación: el sesgo que conlleva publicar para un diario u otro en función de su línea editorial, las diferencias en la calidad del trabajo de cada una de las encuestadoras o el simple hecho de que la más reputada entre ellas está dirigida por un reaccionario confeso y discípulo del PP que ha ido acrecentando, con el tiempo, el inflado de su partido en sus datos, pero lo cierto es que, por distintas razones, ninguna de esas explicaciones sería realmente satisfactoria e incluiría numerosas contradicciones y complicaciones. No serían imposibles de sobrepasar, pero, por lealtad a la Navaja de Ockham, me ahorraré la parrafada que solté la última vez.
Fíjense, por ejemplo, en el trabajo de Electomania, una encuestadora online que se ha sumado a la moda del tracking diario pero que también realiza paneles semanales cuando no es pascua. En sus plazos habituales durante las semanas de Junio, la diferencia de cada partido de una encuesta a otra casi nunca supera un punto porcentual, y sirven para entender la tendencia general: PSOE al alza, con Vox y Sumar en una ligera pero prolongada caída. Desde el 7 de Julio ha sido todo mucho más confuso, porque existe un impulso muy humano de usar la información más reciente que se posee como una muestra definitiva y fiable de lo que sucede (o, la menos, más definitiva y fiable que la anterior). Un ejemplo: entre el 7 y el 13 de Julio Vox ha experimentado en el ElectoPanel una subida, después una bajada, y finalmente otra subida, para acabar en exactamente la misma posición en la que empezaron, con un 13,7%. Obviamente es ruido estadístico, pero el retumbo constante de los sondeos hace que no lo parezca y que la campaña está más animada de lo que realmente está. A diferencia de las últimas elecciones autonómicas de Castilla y León, donde la falta de encuestas creó cierta hambre de información, ahora mismo contamos con tanta que no podemos evitar vomitarla o enfermar por su culpa.
Si me permiten la analogía futbolera, la lógica detrás del tracking diario se asemeja más a la de la afición de un equipo malhumorado que a la de un buen entrenador. El míster debe dedicarse a filtrar el ruido y las malas vibraciones para que los jugadores puedan confiar en él y en su idea de juego a la vez que en sí mismos. Los aficionados, por el contrario, se enorgullecen de su falta de paciencia y de su capacidad para la agitación. No existen los plazos de adaptación: si ganamos, somos los reyes del mundo, si perdemos, ¡cúpula, dimisión! Los éxitos de Quique Setién al frente del Villarreal y de Xavi Hernández en el Barcelona han demostrado (aunque no hiciese falta) que siempre es mejor observar la tendencia a largo plazo que el Minuto y Resultado, sea en el Marca o en el ABC.
Feijóo arrasará, la derecha gobernará y Abascal será vicepresidente. Al menos, eso es lo que parecen creer todos los comunicadores públicos de cara a las elecciones del mes que viene. Es imposible llegar a la sección de opinión de cualquier diario, ya sea de derechas o de izquierdas, sin oír a alguien repetir la misma conclusión, a veces casi como si fuese una obviedad: la derecha va a ganar, lo bueno se va a acabar y vamos a morir todos. No son sólo los medios de comunicación: en Podemos son incapaces de hablar de las próximas elecciones generales sin hacer referencia a la, a su parecer, mínima posibilidad de que se reedite un gobierno de izquierdas.
Esto no es verdad. Normalmente trato de escribir con algo más de prudencia y (quiero pensar) clase, pero no se puede tener otra reacción ante lo que es una diferencia tan impactante entre el relato generalizado y la realidad. Digo más, esta nefasta mentira sobre el dominio electoral de la derecha está perpetrada por derecha e izquierda a partes iguales: unos por vocación de ganar, los otros por vocación de perder.
Hace meses que la derecha se veía ganadora de estas elecciones y le escocía cada día en el que no se convocaban. Habiendo aglutinado a la práctica totalidad de Ciudadanos y sumando un considerable mordisco a Vox, el PP está capacitado para superar cómodamente los 100 escaños, y diría que no los veo por debajo de 110 pase lo que pase. Con un resultado similar o mejor al del PSOE en los últimos dos comicios, los no iniciados podrían asumir que un pacto con un socio muy minoritario (como lo era Unidas Podemos) bastaría para abrir las puertas de la Moncloa, pero la memoria es escurridiza, y es fácil olvidar que la investidura de Sánchez requirió el apoyo de varios partidos regionales y la abstención estratégica de Esquerra Republicana. No vale con 160 escaños entre los partidos de ámbito nacional si no se pacta con regionalistas y nacionalistas.
La izquierda cuenta con numerosos partidos de éste ámbito que le pueden brindar su apoyo (o su abstención en un segundo voto) en una investidura: ERC, PNV, BNG o Teruel Existe.Incluso EH Bildu y Junts hicieron presidente a Sánchez en 2018. La derecha sólo tiene como posible apoyo a UPN, e incluso eso está en duda. Ni el PNV ni mucho menos Junts van a hacer presidente a un Feijóo que también necesitaría un acuerdo con los ultranacionalistas abole-autonomías de Vox. Las derechas de ámbito nacional deben llegar a la absoluta ellas solas. Si no lo logran, si les falta un solo escaño, Feijóo no será presidente.
La buena noticia para la derecha es que, leyendo los periódicos, parece que van a llegar sin problemas y que van a aplastar a la izquierda. Muchos periodistas incluso empiezan a preguntarse si la izquierda da por perdidas las elecciones y está empezando a reagruparse antes de tiempo. La buena noticia para el resto es que, de nuevo, esto no es verdad. Ni la derecha ha ganado ya las elecciones ni es tan improbable que se reedite el gobierno de coalición de cara a final de año.
Ojeando por encima las encuestas, la ventaja de la derecha parece titánica, y es verdad que la derecha parece superar a la izquierda ampliamente. Pero recuerden: no vale con 160 escaños, no vale con 170, no vale ni con 175. Feijóo sólo será presidente si la suma PP+Vox es mayor o igual a 176 escaños. Y lo cierto es que ninguna encuestadora (¡ninguna!) da al bloque nostálgico una absoluta verdaderamente holgada, con más de diez escaños de diferencia. Es cierto que la mayoría sí otorgan ese número mágico a los reaccionarios, pero muchas lo hacen de maneras curiosas, siempre dando una suma ligeramente mayor a la absoluta pero muy ajustada. En un escenario en el que el PP aglutine tanto voto unas pocas décimas pueden mover escaños, así que, ¿cómo es posible que tantas firmas calculen siempre entre 177 y 180 escaños para la derecha? Creo que estamos ante un escenario de lo que en inglés se llama herding.
Casi todos los sondeos tienen cierta base en la realidad, pero lo adverso también es cierto: muy pocos son verdaderamente puros. Cuando hablamos de un sondeo electoral, las pasiones rebosan y un fallo menor que decante el resultado en una dirección u otra puede significar una pérdida de reputación significativa para tu compañía. Aunque sería bonito que todas las encuestas se publicasen tal cual vienen (y hay firmas, como la de Ann Selzer, que son famosas por hacerlo) la realidad es que la mayoría de las encuestadoras maquillan los datos para poder hacer menos relevante un posible fallo futuro. Por ejemplo: durante los comicios autonómicos madrileños de 2021 casi todas las casas dieron a Ciudadanos una tasa de voto mínimamente suficiente para lograr la entrada en las cortes, entre el 5 y el 5,5 porciento. La realidad fue otra: la candidatura de Edmundo Bal se quedó fuera y amasó tan sólo un 3,57% del voto, lejos del 5% necesario para superar el umbral de representación.
¿Es verdad que todas las encuestas vieran una entrada ajustada de Ciudadanos? Probablemente no. Algunas verían algo parecido al resultado real y otras verían a un Ciudadanos más fuerte, pero desde ambos lados convergieron hacia el resultado medio que podía darles legitimidad pasase lo que pasase. Si Ciudadanos lo logra, yo lo predije. Si no, era una diferencia de unas décimas, completamente normal y esperable. Así es como muchas encuestas se “maquillan” para mostrar el dato menos lesivo para la propia encuestadora.
En esta clave, parece claro que algo parecido pasa con las encuestas para las próximas elecciones, al menos hasta cierto punto. Algunas más aventuradas, como NC Report, proyectan a una derecha más fuerte, pero son pocas y suelen estar contratadas por panfletos de la derecha (y, de nuevo, ninguna da una mayoría de más de diez escaños).
No digo necesariamente que sea esto lo que está sucediendo. Es muy posible que me esté equivocando al diagnosticar herding en esta ocasión. Pero no puedo evitar pensar que, en algún ordenador de un estadístico, existe una cocina de una encuesta más fiel a la realidad y que no encaja en el relato de la movilización de la derecha para desterrar a Sánchez y, ya sea por miedo al cliente o al equivocarse, esos datos queden escondidos en un disco duro.
Y lo cierto es que estamos empezando a observar los cambios lentos y metódicos de sondeo a sondeo que caracterizan el canguelo generalizado entre las encuestadoras.Sigma Dos y NC Report ven leves subidas de la izquierda, pero mantienen números de escaños casi idénticos a los anteriores. Esto ya es pura especulación, pero no descarto que muchas tengan ya cierta idea de los cambios que van a mostrar a lo largo de la campaña y que estén esperando a algo que lo justifique (como un debate) para llevarlos a cabo.
Pero supongamos que me equivoco. Al fin y al cabo, todo esto es una conjetura, y creo sinceramente que el mejor consejo para predecir elecciones con exactitud es respetar y confiar en las encuestas. Aún así, imaginemos un escenario todavía peor, en el que el herding sucede de verdad pero es en la otra dirección, y las encuestadoras apoyan levemente el dedo en la báscula para no mostrar al bloque reaccionario por encima de los 200 escaños. Esto nos deja, como izquierda, a un mes de las elecciones todavía con muchos puntos por remontar. ¿Acaso es eso posible?
Consideremos que es el bloque progresista el que cuenta con los dos líderes mejor valorados, algo que tiene especial valor cuando consideramos que uno de ellos es ya un curtido veterano de la política que lleva alrededor de una década al frente de su partido, aunque de manera interrumpida. La otra, nueva cara visible de la izquierda alternativa, despierta simpatías entre casi todos los votantes del espacio a la izquierda del centro, y cuenta con una coalición amplísima a sus espaldas que puede sumar escaños con rapidez si la aritmética es la adecuada.
Los conservadores, por su parte, cuentan con un ticket rancio donde los haya. Por un lado está el líder peor valorado de todos desde aquellas fatídicas elecciones en Andalucía en 2018, en una dinámica de partido que empieza a cansar a sus votantes con una falta de resultados verdaderamente impresionantes y una renovación interna que se hace de rogar. Por el otro lado hay un político profundamente inhábil que ha conseguido hacerse con la pole en las encuestas recogiendo los cadáveres de sus amigos y dando una falsa imagen de moderación y seriedad.
Para ser más específico, creo que Vox padece hoy la misma enfermedad que el Podemos de 2019: el partido está lejos de estar muerto, pero el tufillo que desprende mantener a los mismos líderes año tras año y no fomentar el talento interno empieza a hacer mella, y la formación languidece en las encuestas con unos resultados que le otorgan una representación para nada denostable, pero muy inferior a lo que pudo ser en otras circunstancias. Este mal acabó por terminar con Podemos, y es posible que Vox esté empezando a emprender el camino también. Actualmente es un partido que cotiza a la baja.
El PP cuenta con un líder que aún no se ha enfrentado de cara a los españoles y, si fuese por él, está claro que no lo haría hasta que durmiese en la Moncloa. Como muchos han apuntado ya, la intención de Feijóo es pasar por la campaña “de puntillas”, similar a lo que hizo el ahora presidente Biden en 2020. A Biden le funcionó porque al otro lado estaba un maniaco demente que había estrellado el país contra todos los obstáculos posibles en sólo 4 años. Exponerse sólo le podía dañar porque Trump ya le hacía la campaña. Feijóo no tiene esa suerte: Sánchez es un político muy inteligente que sabrá maniobrar para poner al gallego en evidencia. Aunque la propuesta inicial del presidente de realizar un cara a cara cada semana es claramente excesiva, finalmente ha forzado al líder conservador a aceptar un cara a cara, un formato propicio a que quede en evidencia. El retrato que queda de la derecha es el de un candidato a la presidencia del gobierno claramente inflado y sobrevalorado y, a su lado, un socio minoritario que, aunque no caducado, empieza a oler un poco mal.
No creo haber expuesto ninguna excentricidad. Todo lo que digo se basa en hechos históricos y datos empíricos. Entonces, si las elecciones de verdad están tan ajustadas, ¿por qué es mayoritario el relato de la goleada histórica de la derecha?
Para empezar, no todo el mundo ha caído en la trampa. Javier Pérez Royo, cuya tribuna siempre es un placer, no se ha dejado engañar y ha continuado escribiendo con el convencimiento de que las cosas no son como las pintan. Otras personas con cierto alcance, como el tuitero Jónatham Moriche, han apuntado cosas similares. Pero lo cierto es que la mayor parte del gremio de los periodistas existe en esa realidad alternativa en la que media España está enamorada de Feijóo. Es evidente que a la derecha le conviene este relato: cuanto más evidente sea su victoria, menos sentirá la gente de izquierdas la necesidad de ir a votar, aunque sea con la pinza en la nariz. Pero los medios progresistas no lo hubiesen comprado sin un empujoncito en el momento adecuado, y este paso decisivo lo dio Pablo Iglesias, tanto desde su televisión como en su rol de líder jupiteriano de Podemos.
Desde que se firmó, los altos cargos de Podemos han reiterado una y otra vez que creen que las posibilidades del bloque son casi nulas. Echenique incluso lo utilizó como parte de su razonamiento para anotarse un tanto a favor de su equipo, argumentando que sólo se abre una ventana enana de posibilidad con la colaboración de Podemos en Sumar. No es ningún secreto que Podemos y Sumar llevan más de un año yendo a la guerra política, conflicto que ha culminado en la exclusión de Irene Montero de las listas de la nueva coalición. Sin embargo, está claro que en Podemos no consideran que la batalla se haya terminado. Su objetivo inmediato es conseguir el hundimiento de Sumar, cuanto antes mejor, y preferiblemente acompañado de un gobierno reaccionario que deshaga gran parte del bien que se ha hecho en la última legislatura e incluso dé varios pasos atrás. Durante todo esto, Podemos tendrá a su aparato mediático funcionando a todo trapo, emitiendo la línea del partido a través de Canal Red y tratando de recapturar la misma magia que casi les impulsó a la presidencia del gobierno hace ya tantos años. Este proceso culminaría con el momento más icónico: el retorno de Pablo Iglesias a la política activa como señal de que en el espacio progresista sólo manda Podemos.
El resto de medios progresistas se han visto algo obligados a aceptar este razonamiento, en parte por el miedo que todavía infunde Iglesias y sus hordas de soldados digitales, pero creo que sobre todo por la reacción positiva inconsciente que se tiene al ver a los tuyos afirmar algo con tanta confianza. Más de un reportero habrá visto que El Mundo y Canal Red están de acuerdo en cuál es la situación y. sin pensarlo demasiado, ha aceptado que es una verdad universal.
Pero, si todavía sigues leyendo esto, no tropieces con la misma piedra. Estas elecciones son competitivas, digan lo que digan. Y si al final las perdemos, al menos sabremos que tuvimos razón para pelearlo.