Diez años no es nada

“Es evidente que los que estamos aquí somos de izquierdas, se nos nota”. Caras como las de Juan Carlos Monedero, Miguel Urbán, Teresa Rodríguez e Íñigo Errejón flanquean a un joven Pablo Iglesias, inclinado hacia dos micrófonos. El año 2014, al igual que Podemos, acaba de ver la luz.

“Pero lo que estamos diciendo va mucho más allá de etiquetas ideológicas. Estamos diciendo que hay que defender la decencia, la democracia, y los derechos humanos”.

Hace diez años de aquello. Parecen cien.

Pablo Iglesias habla en la presentación de Podemos

Poco tiempo atrás, en plena crisis económica, España se encontró en una situación verdaderamente inusual. Entre dos resonantes victorias electorales del Partido Popular, había nacido un movimiento que se alejaba del modelo bipartidista español y cuestionaba los dogmas neoliberales. Un movimiento cuyo pegamento fundamental, por encima de todo lo demás, era el populismo. En términos económicos, por tanto, una ideología normalmente izquierdista, pero algo más ambigua en lo social. Durante las Elecciones Generales a final de año ya se vislumbraba el principio del fin: IU y UPyD, las dos mayores fuerzas estatales no bipartidistas, ya amasaban más del 11% del voto, una cifra solo comparable con los mejores años de Anguita o el CDS de Adolfo Suárez.

Simple Lógica comenzaba así el informe de su encuesta publicada el 20 de febrero de 2015: “Podemos se mantiene como la formación con mayor respaldo electoral (29,6%)”. La realidad implícita en la oración es, en retrospectiva, aún más increíble: esta era la cuarta encuesta seguida de Simple Lógica en la que Podemos iba a la cabeza. El PSOE había quedado relegado a una distante tercera fuerza, y el PP sufría por mantener el ritmo ante el comodín de la nueva política. Una mayoría de los votantes del PSOE aprobaban a Pablo Iglesias, al igual que un desconcertante 30% de los de UPyD e incluso el 15% de los que hicieron presidente a Rajoy.

Hay un breve momento en la historia de este país en el que Podemos realmente pudo ser algo extraordinario. Hablo de un acontecimiento que solo viene una vez en la vida. Las expectativas de Podemos me recuerdan, en su hermosura, a las que tienen los seguidores de Javier Milei para él (probablemente lo más parecido que hay a un Pablo Iglesias de derechas).

Eran otros tiempos. Como decía Iglesias, el mensaje de Podemos trascendía las etiquetas ideológicas. El elemento clave, el que siempre estaba allí pese a todo, era ese populismo económico característico del momento. Era la fuerza que aseguraba que, cuando un dirigente de la nueva Cosa cometía alguna imprudencia—normal, dada la falta de experiencia—siempre quedaba el as en la manga de la casta, el otro, el poderoso que quiere acabar con nosotros. Lo más dañino del mensaje de Podemos no era su toxicidad, su falta de respeto (sin juicio de valor sobre si sus receptores realmente la merecían) ni su cinismo, sino que, a pesar de todo ello, era muy difícil no asentir. Eran otros tiempos. Tiempos que pedían indignación institucional.

Un movimiento espontáneo como el 15M tiene, desde el primer momento, una espinita clavada en la nuca. Un contador que va girando y girando, hundiéndose en las carnes que habita con el tiempo, hasta que el paciente muere desangrado en la cama. Al igual que una persona real, sus actos en este mundo no desaparecen. Pero solo aguantan a través de los medios persistentes: las historias contadas, las sorpresas, las alegrías y los disgustos. Todo ello almacenado en las memorias informáticas y humanas. La parte más triste, la que nunca sale en las películas, es en la que el narrador vuelve a quedarse huérfano de protagonista. Uno a uno, los pilares que mantuvieron viva la memoria se agrietan, tambalean y, finalmente, caen al suelo convertidos en escombro.

No sé exactamente cuándo sucedió esto último. No sé si fue el desastre andaluz de 2018, en el que la parte más rancia y enquistada de aquel polvoriento 15M encontró su voz. Quizás ya hubiese sucedido tras el fracaso de la estrategia del “sorpasso” en 2016, o a lo mejor fue tan leve y extendido en el tiempo que todos nos lo perdimos. Pero para 2019, la transición se había consumado. Podemos había canalizado la energía de los movimientos sociales y, sin mucha opción, había construido un partido progresista europeo típico. Uno ideológicamente solvente, exitoso y referente para muchos de sus contemporáneos, desde luego. Pero no más que uno de ellos.

El partido ha tratado, sin éxito, de mantener viva la esperanza. Su nuevo eslogan, “La Fuerza que Transforma”, es un ejemplo claro de como las gentes del partido se dedican a patear las cenizas de la coyuntura irrepetible que les catapultó a las portadas de todos los diarios. En caso de que haya otro renacimiento para la izquierda en España, no lo liderará Podemos. Si las encuestas de las próximas elecciones europeas son de fiar, Podemos juguetea con quedarse sin representación en el órgano en el que vio la luz.

La izquierda alternativa vive hoy, en términos estatales, horas bajas. Es esencialmente imposible recuperar, como socio minoritario de una coalición de un gobierno en minoría parlamentaria, el terreno a los socialistas que nos gustaría ver reconquistado. Sánchez es demasiado popular, casi intocable. La estrategia de tierra quemada que sería necesaria para echarle de la presidencia del gobierno solo serviría para aupar a la ultraderecha al poder, la más indeseable de las medallas y una que Díaz, por seguro, no quiere. Lo último que necesita este espacio es repetir su error de aceptar el irredentismo electoral como causa de muerte. Podemos, desde el grupo mixto, jalea por repetir la jugada.

Los que hemos sentido la decepción en nuestras carnes cada vez que la izquierda perdía apoyos durante todo este proceso no nos jactamos del ocaso de Podemos. Esta ha sido la década más larga de nuestras vidas, en la que hemos tenido que ver a un sujeto político con tantísimo potencial cometer una sucesión inacabable de errores estratégicos y una dilución del espacio insoportable. Otros, mientras tanto, están contentos desde sus medios de comunicación y cargos particulares, tratando de revivir a esta empresa familiar con tácticas caducadas hace años y una toxicidad, falta de respeto y cinismo que solo aparenta mala educación en vez de indignación. Está claro que, para algunos, diez años no es nada.